En el corazón de cada civilización, detrás de cada plato de comida y cada campo cultivado, hay una protagonista silenciosa: la semilla. Durante milenios, ha sido símbolo de vida, conocimiento y conexión con la tierra. Hoy, en medio de un mundo atravesado por la tecnología, el cambio climático y los debates sobre el futuro de la alimentación, las semillas vuelven al centro del escenario.
Las primeras semillas domesticadas, hace más de 10.000 años, marcaron el paso de la humanidad del nomadismo a la agricultura. A través de la observación, ensayo y error, comunidades indígenas y campesinas fueron seleccionando las mejores plantas para sembrar, adaptándolas a sus entornos. Así nacieron las semillas nativas o criollas más resistentes, diversas y profundamente ligadas a la identidad cultural de cada región.
Pero el viaje de la semilla no terminó allí. Con el avance de la ciencia, especialmente a partir del siglo XX, la humanidad desarrolló nuevas herramientas para enfrentar los desafíos agrícolas. La biotecnología permitió crear semillas mejoradas, híbridas e incluso genéticamente modificadas, capaces de resistir plagas, enfermedades o eventos climáticos extremos. Para muchos científicos y agricultores, estas innovaciones representan una oportunidad crucial ante un futuro incierto y una población en crecimiento.
Durante años, el debate entre las semillas tradicionales y las desarrolladas por la ciencia se ha presentado como una disputa irreconciliable. De un lado, quienes defienden las semillas nativas, alertando sobre la pérdida de biodiversidad, la dependencia de los agricultores hacia grandes corporaciones, y la erosión de saberes ancestrales. Del otro, quienes impulsan la innovación tecnológica como solución a la inseguridad alimentaria y al cambio climático.
Sin embargo, cada vez más voces llaman a construir puentes, no muros. No se trata de elegir entre las semillas de los abuelos o las mejoradas por la ciencia, sino de reconocer que ambas pueden coexistir y aportar al futuro de la alimentación. La clave está en el respeto, la regulación justa y la libertad de elección.
Los expertos coinciden en que ninguna solución es universal. En algunas regiones, las semillas nativas o criollas siguen siendo más eficientes por su adaptación local y menor dependencia de insumos externos. En otras, las semillas con biotecnología han permitido salvar cosechas enteras en condiciones extremas.
En Colombia el Instituto Colombiano Agropecuario - ICA está preparando una propuesta normativa para las semillas nativas y criollas que viene siendo discutida y concertada con las comunidades campesinas, consejos comunitarios, indígenas y afrodescendientes. Esta iniciativa se alinea con las prioridades del sector agropecuario y del gobierno nacional, reconociendo la importancia de estas semillas para la seguridad alimentaria futura y, además, son la base del mejoramiento vegetal por sus características de rusticidad y resistencia a diferentes plagas y enfermedades.
Igualmente vemos avances en la biotecnología, podemos ver que los cultivos genéticamente modificados autorizados para siembra en el país son: maíz, algodón, soya y flores azules (rosa, clavel, crisantemo, gypsophila). Durante el 2024 se cultivaron en total 138.525 hectáreas de cultivos GM, distribuidos en 22 departamentos. El 95% corresponde a siembras de maíz (131.451 hectáreas en 21 departamentos).
En cuanto al tipo de agricultores que siembra semillas transgénicas, podemos decir que la tecnología está al alcance de todos, en maíz OGM el 18,5% son pequeños agricultores que siembran menos de 3 hectáreas, el 43.8 % corresponde a productores entre 3 y 20 hectáreas, el 37,1% entre 20 y 500 hectáreas y el 0.6% de los productores siembran más de 500 ha.
Para el caso de maíz, del total del área sembrada el 37 % corresponde a OGM, y del maíz tecnificado esta cifra equivale al 60%, una cifra importante que contribuye a la seguridad alimentaria, en cuanto su producción va a la industria de alimentos balanceados que son fuente de proteína como lo son el huevo, la carne de pollo y el cerdo, entre otros.
Lo cierto es que la diversidad —tanto genética como de enfoques— es una fortaleza, no una amenaza. En vez de imponer modelos únicos, el desafío es crear sistemas que valoren tanto la innovación científica como el conocimiento ancestral.
Al final del día, toda semilla encierra una promesa: la de alimentar, sostener y regenerar la vida. Y esa promesa solo puede cumplirse si aprendemos a escuchar todas las voces que las han trabajado, desde el productor tradicional del campo, como aquel que utiliza las semillas mejoradas y con biotecnología en cultivos tecnificados, así como las empresas y los científicos que han hecho investigación y fitomejoramiento, todos en búsqueda de los mejores resultados de acuerdo con sus creencias, conocimientos, recursos y alcances técnicos y tecnológicos.
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