Esta palabra tan usada en los foros más importantes del mundo y tan presente en el día a día no muestra la realidad de nuestro campo. Tal vez ahora, en medio de esta crisis económica, nos demos cuenta de cómo la política agraria del país solo ha generado una seguridad alimentaria ficticia a través de la central de abastos.
A tan solo una hora de Bogotá, en Guasca, Cundinamarca, la mayoría de los productos básicos vienen de Corabastos. A pesar de ser una zona rica en papa, zanahoria, cebolla, arracacha, arándanos, fresa y uchuva, nada de esto se encuentra a un precio razonable. A esto se le suman los infortunios por los que pasamos, como los paros al transporte, lo que deja las tiendas vacías. Hemos fomentado que la gente olvide el azadón y lo cambié por ser tendero de una frutería que se surte en Bogotá.
Ya nadie quiere sembrar, porque el precio en plaza está muy bajo. Los únicos que se benefician son los intermediarios y los latifundistas. Los campesinos se han visto forzados a mudarse a los pueblos y a abandonar sus veredas. Así, dejando su valor más grande detrás, su capacidad de supervivencia y la de sus vecinos.
Estas tierras se cambian por invernaderos para exportación de monocultivos. Aunque estos proyectos aportan a la economía laboral local, no dejan un valor a largo plazo y mucho menos aportan a la seguridad alimentaria. Estas empresas son las que reciben los incentivos del campo, por sacar valor de los pueblos y dejarlos por fuera.
Somos un país que siempre ha beneficiado la agroindustria con la excusa de generar empleo, una forma muy arcaica de medir el impacto de un proyecto. Hemos escrito leyes y puesto las “reglas del juego” con este propósito. Pero, ¿qué pasa con las secuelas de estas políticas? Se perdió nuestra apropiación cultural, olvidamos lo que creían nuestros ancestros y sacrificamos nuestra nutrición por la venta fácil y rápida.
Cambiamos nuestra arveja nativa por una variedad con más azúcar y menos vitaminas, solo por acomodar los enlatados. Cambiamos las gallinas criollas por ponedoras que no ven la luz y los jugos por bebidas azucaradas. Esto no es nuevo, siempre hemos glorificado lo de afuera y fomentado su adopción masiva en el país.
¿Cómo ha logrado México mantener su apropiación cultural a través de su comida? En mi opinión, México es un ejemplo a seguir. La gran mayoría de su dieta se basa en la cosecha de una técnica ancestral llamada la Milpa, conocida en nuestra región andina como las Tres Marías. Como resultado el maíz, fríjol y ahuyamas están en todos sus platos y en todas sus regiones. Nosotros, en lugar, acabamos con nuestra cultura y optamos por el arroz, un pasto originario de Asia.
Esta es la historia del campo, una explotación de la mayoría del país a costa de empujar un PIB hacia arriba. Debemos parar de incentivar el abandono de siembras locales, reducir el abastecimiento a distancia y parar de enriquecer una industria de transportadores totalmente desligada del campo.
Nada de esto es tarea fácil, pero no actuemos sorprendidos de que el campo no esté contento. No miremos a un lado cuando se quejan de las plazas. Es hora de devolverle la honra al campo y empecemos por garantizar alimento a quienes lo cultivan.
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